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PROFESIONES DESAPARECIDAS: LAS LAVANDERAS

Lavanderas en el Águeda
Siempre se ha pensado que algunos trabajos no podían ser realizados por la mujer debido a su escasa fuerza física. Sin embargo, existe un oficio que en España ha estado relegado casi en exclusiva a la mujer y que requiere de gran fortaleza: el de lavandera. 

Hoy en día, se trata de un oficio desaparecido en Europa, pero fue muy común en España hasta mediados del siglo XX. En la lucha histórica de las mujeres por lograr un ingreso económico propio, merece una mención especial el oficio de lavandera. Las lavanderas eran mujeres humildes, podríamos decir que al borde de la pobreza, que encontraban en este duro oficio, un medio de supervivencia. En ocasiones se trataba de los únicos ingresos que entraban en algunas casas para la manutención de los hijos.

Existían diversos tipos de mujeres que lavaban la ropa en los ríos. Las que lavaban únicamente la ropa familiar como parte del trabajo doméstico; las criadas que lavaban la ropa de la familia a la que servían; y las lavanderas profesionales, que lavaban semanalmente la ropa de familias o instituciones dentro de una organización de recogida y entrega de ropa. En esta entrada, nos centraremos en estas últimas. 

Lavanderas mirobrigenses
Se trataba de un oficio durísimo que comenzaba con la recogida de la ropa sucia por las casas o instituciones. Cada lavandera contaba con sus propios clientes. En Ciudad Rodrigo unos de los principales clientes de las lavanderas, eran los seminaristas y los curas, ya que además de haber muchos en la ciudad, al
ser hombres y estar considerada una labor exclusivamente femenina, todos encargaban el lavado de sus ropas a las lavanderas. Los seminaristas de Ciudad Rodrigo entregaban la ropa sucia en el interior de unos sacos numerados, para así saber a quien pertenecía cada uno y no perder ninguna prenda. 

La ropa era transportada hasta el río en unos barreños de cinc que las lavanderas portaban sobre sus cabezas. Para ello, usaban la llamadas rodillas, unos círculos gruesos hechos con trapo, con un hueco central. Sobre ellos se colocaban los bordes de los barreños para que estos no se le clavaran en la cabeza. Algunas se echaban un segundo barreño sobre "el cuadril", es decir, apoyado sobre la cadera y sujeto con un brazo. En algunas ocasiones, transportar la ropa hasta el río podía requerir largos desplazamientos con una carga muy pesada. Los caminos para llegar al río, tampoco estaban en las mismas condiciones que en la actualidad. Sino que se trataba de veredas pedregosas y polvorientas que en época de lluvias resultaban incluso resbaladizas. 

Cada lavandera tenía su lugar habitual a la orilla del río. En Ciudad Rodrigo era muy común hacerlo
Ignacia Mateos Rico,
lavandera mirobrigense
Nacida en 1886
en la llamada "Alameda de las barcas". Allí también acudía Ignacia Mateos Rico, humilde lavandera de Ciudad Rodrigo que siendo viuda, se ocupó de acoger y sacar adelante a su sobrina y los cuatro hijos pequeños de esta. Entre ellos, se encontraba mi madre, quien desde muy pequeña tuvo que acompañarla a lavar al río. 

La mayoría de las lavanderas no contaban con cajón y lavadero en propiedad, por lo que una vez en la alameda, procedían a alquilarlos. En los llamados cajones era donde las lavanderas introducían sus rodillas y los lavaderos, que no eran otra cosa, que una tabla de madera con acanaladuras para frotar en ellas la ropa. En Ciudad Rodrigo, era un señor conocido popularmente como Pepe el Cajonero quien tenía distribuidos los lavaderos y cajones por toda la alameda. Allí acudían las lavanderas a escoger a cambio de "unas perras gordas" el lavadero que más le gustaba, generalmente el que tuviese las hendiduras menos desgastadas. Una vez elegidos, los trasladaban junto con la ropa sucia hasta su zona de lavado habitual. 

Ya en la orilla del río la lavanderas procedían a separar las distintas prendas según su tipo y suciedad. Es importante aclarar que la ropa de antaño, estaba mucho más sucia que la actual. Además de ser menor la higiene personal, y que lo normal era mudarse únicamente una vez a la semana, no se disponía de agua corriente en las casas ni existían los productos de higiene que hay en la actualidad. 

Lavanderas mirobrigenses metidas en los cajones. Foto: Pazos
Para lavar la ropa utilizaban un cantón de jabón, generalmente fabricado de forma casera a base de grasa y sosa cáustica. Una vez remojada la ropa, procedían a su enjabonamiento y con ella aún enjabonada, procedían a extenderla por toda la alameda. Cuando el sol iba secando la ropa, de vez en cuando, las lavanderas  la salpicaban con sus propias manos, para que la humedad  y el jabón actuasen como una lejía blanqueante al sol. Posteriormente la aclaraban varias veces en el río, golpeándola fuertemente contra la tabla y tras exprimirla con las manos, la tendían en una cuerda que previamente habían colgado de un álamo a otro o simplemente la extendían sobre las junqueras y allí la dejaban secar. Las propias lavanderas debían ejercer de vigilantes de la ropa que se estaba secando, ya que eran las responsables de las prendas que recibían para su lavado y si faltaba alguna, los dueños le descontarían su valor de la ya escasa paga. 

Cuando la ropa estaba seca, la doblaban,  la introducían nuevamente en los barreños de cinc que cargaban sobre la cabeza y el cuadril, para transportar de nuevo el gran peso de sábanas, mantas, toallas, mudas y todo tipo de ropa e ir entregándola casa por casa a sus respectivos dueños. En el caso de Ignacia, además de la ropa de algunas familias que podían permitirse el encargo de esta desagradable tarea a una lavandera, lavaba también la ropa de unos 8 o 10 seminaristas. Sobra decir, que también la de su sobrina, la suya propia y la de los cuatro pequeños, a quienes siempre se encargó de llevar impolutos, pues según ella, solo faltaba pasar todo el día lavando la ropa de otros y que los suyos no fuesen limpios. 

El Centinela. 15 de abril de 1930
A diferencia de lo que ocurría en los trabajos desempeñados por hombres, lo penoso y duro del trabajo de estas lavanderas, no repercutía en una mayor remuneración económica por el gran esfuerzo físico. Más bien al contrario, ya que como realizar este trabajo requería de tanto esfuerzo físico, este hecho las penalizaba socialmente, ya que no cuadraba con el recato y debilidad que se suponía del género femenino. A pesar de la miserable remuneración, estos pocos céntimos suponían unos ingresos fundamentales para muchas familias mirobrigenses. 

En Ciudad Rodrigo este trabajo se realizaba siempre al aire libre, por lo que además de los grandes esfuerzos, las lavanderas estaban expuestas a diversos problemas de salud debido al constante contacto con el agua fría durante largas jornadas de trabajo y a las condiciones propias del oficio. Era comunes los catarros, pulmonías, artrosis, reumas o bronquitis. Las manos se les abrían e incluso llegaban a sangrar y en muchas ocasiones estaban repletas de sabañones debido al agua fría, a veces helada. Problemas de desviación de la espalda y escoliosis por la posición del cuerpo, inclinado durante todo el día también eran habituales. Asimismo se enfrentaban a la posibilidad de contagios si las ropas procedían de enfermos infecto-contagiosos, principalmente de tuberculosis o cólera ya que los conventos y hospitales eran grandes demandantes del servicio de lavado de ropas y en ocasiones podía tener rastros de sangre o purulencias. Había gente que no mandaba a lavar la ropa hasta pasados 8 o 10 días, lo que aumentaba la fijación de los gérmenes de la enfermedad en la ropa. 

El Águeda ha sido mudo testigo de cómo decenas de mujeres, hincadas en su orillas, sufrían las inclemencias del tiempo durante largas jornadas, padecían el frío, la tensión repetitiva del trabajo, y sus aguas, congelaban, enrojecían e incluso deformaban las manos de las lavanderas mirobrigenses.
Lavando a orillas del Tormes (Foto: Antonio Passaporte)

Durante los duros meses de invierno, estas mujeres tenían que romper el hielo del río con el propio lavadero para poder introducir sus brazos en el agua. Y lo días en los que el frío llegaba a hacerse insoportable, algunas, optaban por transportar la ropa bien en la cabeza, bien en un carretillo hasta san Giraldo, pues el agua allí salía caliente. La lluvia tampoco podía impedir a estas sufridas mujeres llevar los pocos y necesarios ingresos a su hogar, por lo que sujetaban un paraguas al cajón donde se introducían de rodillas para desempeñar igualmente su duro oficio. 

Como ejemplo de uno de estos duros días a expensas de las inclemencias del tiempo, transcribo la noticia publicada en el desaparecido periódico mirobrigense "El Clarín" el 19 de junio de 1898: "Serían las cinco de la tarde del miércoles cuando varias personas que transitaban, por el puente, sobre el Águeda, llamaban la atención de las lavanderas anunciándolas la proximidad de una crecida que se precipitaba con grande ruido por la pesquera de la fábrica de harinas de don Alejo Hernández. No bien habían transcurrido diez minutos, las aguas, procedentes de una gran tormenta, arrastraban en su turbia corriente árboles y reses vacunas ahogadas que sin duda habían sido sorprendidas y arrebatadas por aquella hasta el número de seis, que fueron extraídas, en la tarde de aquel día, al decrecer el río y en la mañana siguiente". 

La Iberia, 25 de junio de 1921
El uso que algunas mujeres hacían de las fuentes o caños para evitar bajar hasta el río provocaba continuos conflictos con quienes llevaban sus ganados a abrevar, ya que además de ocupar el caño, las aguas sufrían alteración por culpa de los jabones arrojados. Tampoco era bien visto que lavasen en el núcleo urbano, pues las posturas  que debían poner estas humildes mujeres para lavar debían, ofendía la moralidad de la época. No en pocas ocasiones eran denunciadas por los propietarios de las casas cercanas a los caños, por no ser un buen espectáculo tener lavanderas y ropa tendida frente a su casa, ya que afeaban la vista. 

Otros de los problemas a los que se enfrentaron las lavanderas mirobrigenses, es a las multas económicas, por lavar los domingos sin respetar la ley del descanso dominical.
Miróbriga, 12 de julio de 1925
A continuación se transcribe un artículo publicado en el semanario mirobrigense "La Iberia" el 15 de junio de 1912 en una sección que se llamaba Quejas del vecindario: "Señor Alcalde: Según rumor que llega hasta nosotros, se han interpuesto varias multas a lavanderas, por infracción de la ley de descanso dominical. Estas infelices, sería probable que trabajaran porque los dueños de las prendas que lavaban, no tuvieran otras para mudarse y estarían en casa en el traje de nuestros primeros padres, pero ni siquiera lo hacían en el río. Nosotros y las autoridades del arrabal de san Francisco sabemos, con todos sus pelos y señales, que una vecina de dicho arrabal, lo mismo en domingo que cuando se le antoja, convierte en lavadero el pilón de la fuente pública de la calle del Rollo, sin que se le multe ni reprenda, pues, parece que es jimbra bravía y todos hacen el que no la ven. ¿No comete la tal ciudadana falta más grave que las otras pobres? Queda usía en el uso de la palabra y de sus atribuciones". 

Las lavanderas del Águeda fueron una figura típica de Ciudad Rodrigo desde el siglo XVI hasta mediados del XX. Estas sufridas mujeres forman parte de la historia del Águeda y no estaría de más si en el río se les pusiera un monumento o una placa con alguna frase en su recuerdo como homenaje a su figura.

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