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Impresiones sobre Ciudad Rodrigo de un viajero de 1843

William Henry Giles Kingston, fue un escritor londinense que vivió muchos años en Oporto, pues su padre entró en el negocio del vino. Fue un viajero incansable que publicó varios libros en los que narraba la experiencia de sus viajes. Atravesó nuestra comarca en 1843 junto a un amigo y a su fiel criado portugués, haciendo noche en Ciudad Rodrigo [1]. Me ha parecido curioso traer al blog, tras su traducción del inglés, sus impresiones sobre nuestra tierra, ya que con ella podemos hacernos una idea de cómo eran algunos aspectos de la vida en Ciudad Rodrigo y su comarca a mediados del siglo XIX.

Para mi gusto, no hay forma más deliciosa de viajar por países tan llenos de romanticismo como lo son España y Portugal, especialmente el primero, como a caballo. Cada día se tiene la seguridad de encontrar nuevas aventuras y, cada hora, de toparse con divertidos personajes como los que Cervantes y Le Sage han retratado tan admirablemente. Al poseer un caballo fuerte, un amigo inteligente y un fiel criado, me gustaría mucho viajar durante algunos meses por el país; y el mejor consejo que puedo dar a quienes estén ansiosos por conocer España es que sigan este método. 

Durante aproximadamente una legua, pasamos una llanura verde hasta que tuvimos a la vista las oscuras murallas de Ciudad Rodrigo. Sobre ellas aparecía un castillo de planta cuadrada y los campanarios de dos iglesias. A sus pies fluye el río Águeda. 

Me apeé del caballo y realicé un boceto en el menor tiempo posible para evitar ser observado por cualquiera de los centinelas y ser tomado por un espía, pues es lo que, por hacer lo mismo, le había ocurrido a dos o tres conocidos míos.
Boceto realizado por William Henri en 1843

El Águeda es un río bastante ancho en este punto, aunque poco profundo, que fluye desde el este hacia el Duero. La muralla, por la parte sur, está construida sobre unas rocas ligeramente elevadas, cuya base es lavada por las aguas del río. Justo debajo de la muralla, hay dos columnas de piedra que conmemoran la gloriosa victoria sobre los franceses. Sin embargo, no sé la razón de estar colocadas en ese lugar, pues las brechas se abrieron en la parte oeste, desde un pequeño teso a las afueras de la ciudad. Pasamos sobre unas cuantas casas y cruzamos un puente de muchos arcos, ascendiendo por un tortuoso camino situado a los pies de la muralla amenazadora, tan oscurecida por el paso del tiempo, que apenas podíamos distinguirla de la roca escarpada sobre la que se ubicaba. 

Cuando llegamos a la puerta oeste, nos informaron que el equipaje tenía que ir a la puerta este para ser inspeccionado [2]. Al examinar los pases de nuestros caballos nos indicaron que nosotros ya podíamos entrar; pero, como es normal, preferimos cuidar de nuestras pertenencias. En compensación pudimos contemplar toda la muralla por fuera. 

Ante la mirada de un civil, la muralla de esta famosa fortaleza da la impresión de resistencia prodigiosa y uno se sorprende de que incluso las balas de cañón pudieran hacer brechas en ella. A excepción del pequeño teso del oeste, desde el que los británicos realizaron el ataque, todo el terreno circundante es completamente liso. Hay unas casas a poca distancia y una gran iglesia en ruinas al norte [¿convento de San Francisco?]. 

Las murallas son de gran altura, y las zanjas anchas y profundas, no existiendo ni una zona por la que la fuerza invasora pueda llegar sin ser descubierta. Tras cruzar un largo puente de madera y atravesar una puerta exterior, los aduaneros registraron nuestro equipaje. Por desgracia, sabían leer y se dieron cuenta de que los pases de nuestros caballos no eran válidos, ya que no mencionaban ninguna señal por la que se los pudiera identificar. Mientras, nuestras ropas estaban siendo manejadas por manos sucias y rodaban por el suelo polvoriento. Nosotros mantuvimos una calma filosófica, pendientes de que no nos quitaran nada, pero, sobre todo, entretenidos con la gran cantidad de tipos raros que pasaban por allí. Pasaron soldados con uniformes de color celeste de varios estilos, hombres de piel morena, como los de Murillo, con sombreros de alas caídas, envueltos en largas capas, personajes que podían representar el asesino de media noche; otros, de aspecto igualmente feroz, portaban garbosamente sombreros caídos hacia un lado y las capas les colgaban por la espalda, dejando al descubierto los alegres chalecos y las camisas bordadas, podían ser tomados por atrevidos bandoleros; había curas con grandes sombreros de teja, mujeres que portaban cestos de fruta y aguadores con sus mulos; cada animal portaba cuatro tinajas de barro en una estructura de mimbre sujetada a sus limos, como alforjas. 

Mientras tanto, José se fue hacia la posada y nosotros acompañamos a uno de los guardias por un puente levadizo, cruzamos una puerta ancha ubicada sobre una verja levadiza, y nos dirigimos hasta la oficina del jefe de policía para que rectificase los pases de los caballos. Este funcionario, quien portaba uniforme militar, nos trató muy amablemente y casi venció la seriedad española cuando le dijimos que nuestros caballos se reconocían muy bien, uno por ser ciego de un ojo, el otro por tener la cara blanca y rota una rodilla, y que no servían para que los montara la caballería de su majestad; no requirió ningún otro examen. 

A continuación, nos dirigimos a una posada ubicada al final de la plaza [3], era regentada por un activo y educado propietario. Poseía algunas habitaciones tolerables con el suelo de ladrillos, pero no estaba excesivamente limpia. Mientras nos preparaban el desayuno, por primera vez en la vida nos afeitó un barbero español, quien, por la deliciosa forma en que efectuó su trabajo, mantuvo el pabellón bien alto, como desde la antigüedad tenían los de su gremio. Primero colocó su bacinilla de barbero con agua caliente bajo nuestras barbilla y utilizó un estropajo redondo para afilar la navaja. 

Antiguo Parador del Arco
Tras tomar el desayuno, salimos a ver la ciudad. Recorrimos dos veces la muralla, que proporciona un hermoso paseo, ya que se conservaba de forma excelente; ni siquiera pudimos distinguir donde fueron abiertas las brechas. Sin embargo, todos los edificios antiguos mostraban la terrible lucha que habían soportado; ninguna casa hubiera podido escapar de los efectos de las moles de hierro que fueron arrojadas sobre ellas; los campanarios de las iglesias estaban aún en ruinas, el lado de la cúpula de una de ellas, había sido completamente volado. Al norte, en una de las colinas, a casi una legua de distancia, nacía un acueducto que terminaba justo debajo de las murallas; en un espacio abierto, en medio de los diseminados arrabales, hay un conjunto de fuentes que se surten de él. Por la parte sur, está el Águeda y la lejana sierra de Gata. Si no fuera por ambos, la visión desde las murallas de Ciudad Rodrigo sería tan poco interesante como se pueda imaginar. Las asociaciones del lugar, sin embargo, son muy diferentes, para mí en particular, mientras estaba en este lugar, pensé en el coronel Gurwood, el honorable amigo del duque de Wellington, ya que fue aquí donde subió los primeros escalones de la fama. Sucedió cuando era un joven líder de la esperanza abandonada y quien, como muestra de su valor, había recibido de la mano de su gran jefe la espada que tomó del gobernador. 

La catedral es un edificio bello, ricamente adornado, y hay otras dos iglesias. En la esquina suroeste hay una torre cuadrada de gran antigüedad, en los edificios anexos a ella es donde el gobernador tiene su residencia. Las calles son pocas y estrechas; las casas están construidas en parte de grandes bloques de piedra, que le dan una hermosa apariencia, y en parte de ladrillo. El único espacio abierto es la alargada plaza, atestada de mercaderes y militares. Más allá de esto, poco puedo añadir de la fisonomía de Ciudad Rodrigo. Dentro de la muralla viven unos 2.000 habitantes, aparte la guarnición de la plaza, que consta de unos 800 hombres. 

Una vez satisfecha nuestra curiosidad, como Salamanca era nuestro principal objetivo, decidimos emprender nuestro viaje de inmediato para poder llegar a la ciudad al día siguiente. A las dos en punto, con gran disgusto de José, partimos a caballo desde la puerta este, con una nota de nuestro posadero para un amigo suyo de Martín del Río [Martín de Yeltes], en la que le decía que éramos caballeros muy serios y solventes. Nosotros, muy divertidos con el tono de la nota, en un primer momento dudamos si debíamos entregarla o no, pero al final decidimos que la cortesía, al igual que la mayoría de artículos, había que comprarla, aunque acabamos pagando un poco cara la entrega. Nuestras sospechas sobre el propósito de la carta resultaron ser ciertas y acordamos que en el futuro, no entregaríamos cartas tan cordiales ni nos hospedaríamos en los sitios recomendados por sus autores. 

Por un camino llano, atravesamos los arrabales y nos condujo hasta las inmediaciones del acueducto, hasta que llegamos a las montañas que había visto desde la muralla. Una vez que las ascendimos, no encontramos antes una inmensa llanura, limitada a la derecha por las distantes y azuladas montañas de la Sierra de Francia y con las de Gata más al sur. Nada más se cruzaba antes nuestros ojos, una extensión verde, o pequeños bosques de color sombrío, con dulces bellotas, que tienen la apariencia exacta de los olivos, por lo que, de hecho, en un principio los confundía. Inmensos rebaños de ganado negro salpicaban la llanura, de aspecto feroz. No se contaban por decenas o cincuentenas, sino por cientos o miles, por lo que casi podríamos imaginarnos en las pampas de Sudamérica. 

Más adelante, también pasamos a cierta distancia grandes rebaños de cabras y ovejas que pastaban juntas. Aunque no hay setos, zanjas, ni divisiones de ningún tipo para mantenerlos dentro de los límites, los pastores y sus perros se bastan para ese propósito. Estas verdes llanuras con sus árboles en ellas, nos recordaron a la escena entre Don Quijote y el portador, donde, después de su combate en el prado, se sentaron bajo unos árboles en perfecta armonía, como dos valientes caballeros, respetando el coraje del otro... 


[1] GILES KINGSTON, William Henry: Lusitanian Sketches of the Pen and Pencil, Vol. 2, 1845. 
[2] Nota del A. Se refiere a la Puerta del Conde, conocida popularmente como "El Registro". 
[3] Nota del A. Por la ubicación, puede referirse al Parador del Arco, posteriormente taller de reparación y construcción de carros y más tarde Pensión Manzano. Se ubicó en la casa de los Herrera Maldonado, al inicio de la calle Colada, junto a la Plaza Mayor. En su interior había un gran patio, en la actualidad convertido en viviendas particulares, en él había un pilón para que bebieran las caballerías. En esta casa, se alojó el rey don Juan II durante su estancia en Ciudad Rodrigo en 1432. 

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