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Paseo por el Ciudad Rodrigo de 1750. Parte III: El Comercio y los oficios

En este paseo por el Ciudad Rodrigo de 1750 nos centraremos en conocer su red comercial y de abasto, así como algunas de las profesiones más comunes de la población civil. 

En esta época una de las prioridades de los ayuntamientos castellanoleoneses era la de asegurar el abasto, de artículos considerados de primera necesidad a la población: carnes, pescados, trigo, aceite, vino o carbón entre otros. 

El sistema de abastos de los productos que en ese momento se consideraban de primera necesidad se llevaba a cabo, desde la Edad Media, a través de contratos entre el municipio y los llamados obligados, quienes obtenían el monopolio de la comercialización de un producto determinado a cambio de tener la obligación de surtir el mercado diario de la ciudad con unos precios y condiciones de salubridad previamente pactadas con el municipio. De esta forma, el consistorio se aseguraba el suministro regular en el mercado. Este monopolio comercial subsistió hasta que, en 1834, se declaró el libre tráfico y mercado de comestibles y otros artículos básicos como el jabón [1]

Uno de los centros principales del mercado de abastos municipal se llevaba a cabo en las carnicerías municipales, ubicadas en la Plaza Mayor, de cuyo edificio se trató en la parte I de esta serie.  Las tablas o puestos de carnicería eran despachadas por  los carniceros, aunque hay que tener en cuenta que en ese momento eran carniceros todos los que participaban en las distintas faenas por las que pasaba el ganado desde su muerte y abastecimiento hasta su venta pública. 

Un sector que tenía gran importancia, y que aún la sigue teniendo en esta zona, era el ganadero. En Ciudad Rodrigo, en 1752, el ganado lanar se situaba en primer lugar en número de cabezas, con 19.356 [2]. Este tipo de ganado, además de la carne, daba beneficios por la venta de otros esquilmos como: lana, leche, cuero, venta de borregos y estiércol. Era seguido por el vacuno, con 7.370 cabezas; el porcino, con 3.085 cabezas; el cabrío, con 2.003; el de jumentos, 378; caballar con 231 cabezas y, por último, el mular, con 153. Diferenciando el catastro entre mulas de coche y caballos de regalo. 

Otro de los abastos municipales de gran importancia en la época era el del vino. En Ciudad Rodrigo, existían en ese momento siete tabernas, una de ellas dedicada en exclusiva a la venta de vino blanco, que se ubicaba en la calle Tabernilla del Vino Blanco, actual calle Madrid. Estas tabernas, no estaban fijas en casas ni sitios determinados por el ayuntamiento, sino que eran alterables a proporción de como vendían sus cosecheros. Tres de estas tabernas estaban situadas en el casco urbano, dos en el Arrabal de San Francisco y una en el del Puente. 

Sin duda, la venta de aguardientes y licores, formaba parte importante en el comercio mirobrigense. Se calculaba, que tanto la Ciudad como sus dos arrabales, podían llegar a consumir cada año unos 433 cántaros de aguardiente, de venta al por menor, y 38 cántaros de resolís [3] y otros licores. Lo que en litros correspondería a 6.986 y 613 respectivamente. 

El abasto de alcoholes, era arrendado por el ayuntamiento, que abonaba dos reales de vellón por cada cántaro de aguardiente a quien se lo vendía. Quienes alquilaban el abasto de estos licores, eran también  los encargados de convertir parte de ese aguardiente en resolís. Esta conversión les suponía un gasto de 18 reales en azúcar y demás ingredientes para dulcificar y poner en estado dichos licores, por lo que el precio de venta al por menor del resolís duplicaba el del aguardiente, alcanzando cada cuartilla el precio de 28 cuartos de vellón. Deducidos los costes, el precio de compra y los dulcificantes, los vendedores obtenían de cada cántara de resolís una ganancia de 34 reales y 24 maravedís. 

La taberna que obtenía mayor beneficio, con mucha diferencia, era la de Manuel Miguel, que vendía el 35.57% del aguardiente y el 78.94% de todo el resolí que se consumía en la ciudad, obteniendo un beneficio anual de 1.349 rv. Le seguía la taberna de Francisco Lanchares, la cual vendía 80 cántaras de aguardiente y 5 de resolí, es decir, su taberna vendía el 18.47% de aguardiente y 13.15% de resolí con respecto al total consumido en la ciudad, lo que le proporcionaba unos beneficios de 333 rv. A continuación se situaba la taberna de Manuel García, con un beneficio de 152 rv, obtenido de la venta de 50 cantaras de aguardiente y una y media de resolí. Seguida por la de Francisco Martín Delgado, que ganaba 128 rv. obtenidos de la venta de 64 cántaras de aguardiente; la de Isabel Mangas, que de la venta de 29 cántaras de aguardiente y una y media de resolí, obtenía una ganancia de 110 rv.; y la de María Niebes, ubicada en el Arrabal de San Francisco, que obtenía 102 rv de la venta de 51 cántara de aguardiente. La taberna que menos beneficios obtenía era, con mucha diferencia, la ubicada en el Arrabal del Puente, propiedad de Joseph Baras, a quien daba un beneficio anual de 10 rv. obtenidos de la venta de 10 cántara de aguardiente. 

También existían cuatro mesones, tres de ellos se ubicaban en el recinto amurallado, uno en la Plaza Mayor, otro en la calle del Toro y el tercero junto a la iglesia de San Pedro; el cuarto, estaba en el populoso Arrabal de San Francisco. 

El mesón que mayor renta obtenía era el ubicado en la Plaza Mayor, propiedad de Melchor Miranda, a quien le suponía una renta anual de 900 rv. Con bastante diferencia le seguía el ubicado en la calle Toro, propiedad de la capellanía de don Pedro del Amo, presbítero y el ubicado en el Arrabal de San Francisco, propiedad de María González, con rentas anuales de 230 y 200 rv. respectivamente. El llamado de San Antonio, ubicado junto a San Pedro, era de reciente construcción y pertenecía a Francisco García Osorio, quien obtenía 50 ducados. 

Continuando con la red comercial, además de los dos mercados, el Chico ocupaba parte de la Plaza Mayor y calle San Juan, y el Grande,  que se ubicaba en el Arrabal de San Francisco, la ciudad contaba con 29 tiendas. Aunque todas se dedicaban a la venta al por menor, dos de estos comerciantes mostraban un volumen de negocio bastante considerable: Manuela Montero y Esteban Rus, que acaparaban la mayor parte de la renta del comercio en la ciudad. 

A Manuela, que llevaba el negocio a través de sus hijos y de sus criados, los peritos le calculaban un volumen de caudal en géneros de tienda y comercio de 170.000 reales de vellón y un beneficio anual de unos 23.800, ya que salía también a ferias de Extremadura. Sin embargo, a Esteban Rus, con un patrimonio comercial algo inferior, valorado en 150.00 rv, se le calculaban unos beneficios de 24.000 rv al año, ya que, además de salir también a comerciar a Extremadura, se dedicaba al mercadeo de prendas de moda y quincallería. 

Por lo que se deja entrever, los otros 27 comerciantes de la ciudad debían mercadear en un entorno más próximo a Ciudad Rodrigo, por lo que sus volúmenes de comercio eran bastante inferiores a los dos citados, siendo el siguiente en volumen Juan Madurga con un comercio valorado en 50.000 reales de vellón. 

Además de las 29 tiendas, la ciudad contaba también siete recatones o vendedores ambulantes de fruta, habiendo que añadir a esta red comercial las dos ferias anuales que se celebraban en Ciudad Rodrigo: la de Botigas y la de Mayo, que según el catastro no aportaban beneficio alguno al Concejo mirobrigense. 

Respecto a las profesiones más comunes de los mirobrigenses de esa época, excluyendo a los militares al clero, uno de los gremios con mayor importancia en la ciudad era el de curtidores de la Ribera, ubicado en el barrio de las Tenerías. Aunque en tiempos pasados este gremio había sido mayor, en 1750 contaba aún con seis miembros: Sebastián Núñez, Lorenzo Baquero, Felipe Montes, Pedro y Francisco Sánchez y Pedro Romero. 

Entre todos consumían unos 1.260 cueros grandes al año, que usaban para la elaboración de baquetas y suelas; así como 260 cueros para cordobanes y badanas. 

Las cantidades que se le estipulaban a cada uno de estos oficiales, de mayor a menor, eran: Phelipe Montes 400 cueros grandes, de los que usaba 50 para cordobanes y badana; Sebastián Núñez, 300, de los cuales 150 los empleaba para cordobanes y badanas, además, compraba otros 50 de baqueta en blanco a forasteros, los cuales teñía y volvía a vender de nuevo; Lorenzo Baquero, los peritos del catastro consideraban que consumía en su tenería 150 cueros grandes, de los cuales 50 eran para cordobanes y badanas; Pedro Romero, quien trabajaba de oficial en otras tenerías, consideraban que consumía 75 cueros grandes, incluidos los 10 que empleaba para cordobanes y badanas; Pedro y Francisco Sánchez, quienes trabajaban de oficiales la mayor parte del año, consumían 75 y 15 cueros grandes respectivamente. Como se puede ver, estos tres últimos, tenían trato para trabajar como  oficiales curtidores en otras tenerías, donde cobraban por pieza. Se calculaba que estos días ascendían a uno 180 al año, ganando cada uno unos 30 rv. cada uno de estos días. 

Para calcular la ganancia anual del gremio por el uso de todos estos cueros, una vez se les reducía los gastos que tenían por el uso de cal, zumaque, casca, etc., y se conmutaba el gasto que tenían los oficiales para emparejar, labrar y curtir la suela, baqueta, cordobán y badana y un gasto menor para los cueros utilizados para suela, se le calculaba un beneficio de unos 20 rv. por cada cuero grande de suela. Obteniendo todo el gremio, unos beneficios anuales de 23.600 rv., de los cuales 23.300 rv correspondían a los cueros y 300 rv. a las baquetas en blanco. La cantidad de 23.600 rv. nos revela que esta actividad, aunque ya aminorada, aún era relevante en el comercio de la ciudad.

Había otro sector bastante importante en la ciudad, el de los molinos, así como todo el proceso de fabricación y comercio de pan. En la ribera del río Águeda, dentro de la socampana de Ciudad Rodrigo, se ubicaban siete molinos: 

El molino del Convento de la Caridad, que con tres ruedas de moler, era sin duda el más rentable. Producía anualmente un beneficio de 140 fanegas de trigo a sus propietarios y de 130 al molinero que lo trabajaba, quien por el mismo precio tenía incluida en arriendo una casa que había adosada al molino. 

El molino de los Alisos, propiedad del marqués de San Gil, a quien le reportaba una renta anual de 90 fanegas de trigo, a las que había que añadir 78 que obtenía como beneficio el molinero. Contaba con tres piedras para moler. 

El molino de la Cruz, propiedad del mismo marqués, a quien rentaba 110 fanegas de trigo anuales, obteniendo 90 como beneficio el molinero que lo tenía alquilado y lo trabajaba. Este molino contaba con tres piedras para moler trigo. 

La aceña del Muradal, cercana a la muralla de la Ciudad, poseía dos piedra y era propiedad de Joachín Arias Pacheco, a quien se la tenía arrendada por 110 fanegas de trigo la viuda de Francisco Moya, obteniendo para sí 104 de beneficio, que según las respuestas generales del Catastro se valorada a 15 rv. cada fanega de trigo, correspondían a 1.560 rv. de beneficio anual por su explotación.

La aceña de Barragán,  propiedad de María Manzano, viuda de Francisco Miguel Sánchez Barragán, así como de sus tres hijos mayores, Pedro, Juan y Juana Sánchez Barragán, correspondiendo una cuarta parte de la aceña a cada uno. Aunque también existían otros tres herederos, que en ese momento eran menores de edad: Agustina, Joseph y Andrés Sánchez Barragán, de quienes su madre ejercía como tutora y curadora.

Se ubicaba por debajo del puente, contaba con dos ruedas y tenía anejo un charco que cogía el distrito de La Pesquera. Estaba arrendada por el molino Juan Grande, quien abonaba a los propietarios 112 fanegas de trigo anuales de renta, ganando él 130 por su trabajo. Este molinero, junto con el del molino que se cita a continuación obtenía mayor beneficio que su propietario.  

Esta aceña estaba cargada con tres censos: uno de 3.000 rv. a favor del Patronato Real de Legos que había fundado en El Bodón, Alonso Sánchez Palacios junto a su mujer, María Morena; otro, de 2.000 rv., también anuales, a favor de la Obra Pía fundada por don Pedro Serrano, quien había sido chantre de la catedral; y un tercero de 1.100 rv. que se pagaban anualmente a la Fábrica de la catedral. 

Molino de la Aceña 


La aceña de Carabeo, también conocido como molino de Palomar, era propiedad del marqués de Villacampo, a quien rentaba 110 fanegas de trigo al año, obteniendo 156 de beneficio el molinero. Contaba con tres piedras de moler. 

La aceña de Carbonero, la mitad de esta aceña era propiedad de Lucía Martín, viuda de Juan Galache, y de la otra mitad se repartía una cuarta entre: Francisco y Antonio Galache, hijos; y Juan José Rodríguez, cirujano sangrador del que se tratará más adelante, y Juan Rodríguez, quienes ejercían en representación de sus mujeres: Manuela y Josepha Galache. 

Gracias a un documento conservado en el Archivo Histórico Municipal, sabemos que este molino contaba con tres piedras y tenía anexo un chozón y una isla y una tierra que en sembradura de secano haze dos fanegas de buena calidad. Lo tenía arrendado Pedro Velasco, quien pagaba de renta por el molino, el chozón, la isla y la tierra de secano, 100 fanegas de trigo al año, quedándole a él de beneficio por la explotación 65.

Sobre el molino, recaía la carga de un censo perpetuo de 30 fanegas de trigo que se pagaban de forma anual al cabildo catedralicio. 

Restos del Molino de Carbonero


Cada uno de los siete molineros tenía contratado a su vez a un criado mayor que también trabajaba el molino, cobrando por ello 44 rv. y dos fanegas de trigo mensuales. A su vez, cinco ellos, tenían contratado también a un acarreador, que cobraba unos 40 rv. y dos fanegas de pan como salario mensual. Por último, dos de ellos, tenían un criado que ayudaba en la molienda y a quien, además de pagar unos 33 rv. mensuales, en algunas temporadas daban también la comida. 
 
A esta actividad molinera, había que añadir la de los 13 hornos de pan, cinco de ellos en el interior del recinto amurallado, siete en el Arrabal de San Francisco y uno en el del Puente. Como podemos comprobar, la actividad económica que giraba en torno al trigo y la elaboración de pan era importante para el sustento de bastantes familias en la ciudad. 

Junto a los molinos existían también los charcos de pesca o caozos, de propiedad particular, que producían a sus dueños un pequeño beneficio de 15 rv. al año. Según la información recogida en el catastro, estos eran bastante profundos, por lo que no se podía pescar en ellos durante todo el año, sino que había que esperar a que bajase el caudal del río para hacerlo. 

Terminamos este artículo con la respuesta correspondiente a la pregunta número 30º del Catastro, referente al número de hospitales que en ese momento había en la ciudad. El de la Pasión, que servía para curar todo género de enfermedades; el de la Piedad, donde se curaban los enfermos de gálico o del llamado mal francés, es decir, la sífilis; y una pequeña casa, ubicada en la calle Sepulcro, que servía para recoger a los peregrinos. Todos ellos se mantenían de sus propias rentas. 

Parte del patio del Hospital de la Pasión


En la ciudad había en ese momento dos médicos, don Joseph González Albarrán, médico titular a quien se le consideraban de beneficio anual por sus salarios de 6.600 rv.; y don Manuel de Ubalia, a quien estimaban unos salarios de 6.000 rv. anuales. Había además cuatro cirujanos aprobados: don Ventura Durán, quien solo ejercía dicho oficio, por el que obtenía 3.300 rv. al año; Alonso Arias, quien además de cirujano, ejercía como sangrador y barbero, con unos beneficios totales de 2.200 rv.; Pedro Hernández Tocino, también sangrador y barbero además de cirujano, quien obtenía unos salarios de 1.600 rv. al año; Antonio Baile, igualmente cirujano, sangrador y barbero, sin embargo, al llevar poco tiempo ejerciendo en la ciudad, se le habían estipulado unos beneficios anuales de 500 rv.

Existían siete sangradores y barbero, además de los ya referidos cirujanos que también ejercían ese oficio, estaban: Pablo Benofa, a quien le estimaban unos 3.000 rv. anuales; Fernando Benofa, con 450 rv.; Juan Jorge, quien obtenía 1.100 rv.; Juan Joseph Gómez, con un salario de 1.650 rv; Juan Ambrosio Nieto, con 1.050 rv.; Francisco González Lavado, vecino del Arrabal de San Francisco, quien al ejercer poco dicho oficio le regulaban unos 250 rv. al año. 

A estos cirujanos y sangradores, había que añadir seis oficiales, a quienes se le estimaba una ganancia de real y medio por cada día del año; cinco aprendices quienes solían pagar por aprender, y el que no podía hacerlo por carecer de medios, servía más tiempo como aprendiz. 

La sanidad mirobrigense se completaba con tres boticarios, con sus respectivas boticas. Uno era Matheo Esteban Sierra, a quien estimaban unas ganancias de 10.000 rv. al año; otro de los boticarios era Juan Manuel de Villoria, con unas ganancias estimadas de 2.000 rv. anuales; y, por último, la botica ubicada en el Hospital de la Pasión, a la que se calculaba una ganancia anual de 2.000 rv. a excepción de la que consumen los soldados y Militares que en él se curan, pues estos yntereses ban y se hallan inclusos en las estanzias que se pagan por la Real Hazienda.

Existía un reglamento para que el Hospital de la Pasión atendiera a los militares que se establecían en la ciudad. El hospital recibía de la Hacienda Real tres reales y medio por cada estancia. Lo que suponía una cantidad importante, pues solo en los último meses de 1748, cuando comenzó a ponerse en vigor, el número de estancias de militares en el hospital, ascendió a 930 y, al año siguiente, a 26.403, lo que, teniendo en cuenta el pago de tres y reales y medio por cada una, ascendía a 92.410 rv. solo en el año 1749


[1] Nota del A. Ya en 1813, en las Cortes de Cádiz se decretó la libertad absoluta en el tráfico y transacción de mercancías, aunque esta norma duró poco, ya que al año siguiente, con Fernando VII de nuevo en el trono se impuso de nuevo el riguroso control de la actividad comercial. 
[2] El número de cabezas de cada tipo de ganado, ha sido extraído de una tabla correspondiente al año 1752, publicada en Ciudad Rodrigo: Al servicio del rey para la defensa de la frontera portuguesa, de Laura García Juan. 
[3] Nota del A. El resolís era un licor anisado de unos 16º - 18º, con base de aguardiente que se aromatizaba con café, anisete, anís seco, azúcar quemado, canela y otros ingredientes aromáticos. 

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