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Oficios desaparecidos: Alcaide de la cárcel real

En Ciudad Rodrigo, la Real Audiencia, fue construida en la Plaza Mayor en 1580, aunque fue reconstruida en 1791 con el notable estilo neoclásico que aún perdura. Este edificio acogía al mismo tiempo los juzgados y la cárcel real.

Edificio de la antigua Audiencia y cárcel Real

El alcaide de la cárcel era el máximo gobernador dentro de ella, por lo general vivía con su familia en las mismas dependencias de la cárcel. Este, era un oficio que solía conllevar grandes ingresos, pues además de su sueldo tenían derecho al cobro de los carcelajes. Estos consistían en una tasa que el preso debía de abonar al alcaide en el momento de abandonar la cárcel. Esta tasa variaba según el estamento social al que perteneciera el preso, quienes más solían pagar eran los hidalgos, los rufianes y las prostitutas. Anteriormente también los judíos y los moros.

Gracias al cobro de los derechos de carcelaje, el alcaide estaba obligado a encargarse de la custodia de los presos, a quien tenía también que proveer agua potable, de barrer la cárcel dos días a la semana y de mantener una lámpara encendida durante la noche.

El alcaide de la cárcel, contaba además con otras fuentes de ingresos, como el alquiler de camas o las extorsiones a los presos que eran habituales en todas las cárceles del reino con la mayor impunidad. A pesar de las malas condiciones en las que se encontraban aquellos camastros, que tenían colchones pequeños y viejos y sus sábanas y mantas estaban cubiertas por la suciedad y los piojos, eran alquiladas de forma diaria a los presos.

Los alimentos también corrían a cargo de los propios encarcelados, siendo vendidos generalmente por el propio alcaide a precios bastante elevados. Con el fin de sufragar los gastos de manutención, así como sus gastos médicos al Hospital de la Pasión en el caso de estar enfermo, al preso le eran confiscados todos sus bienes cuando era encarcelado.

El alcaide también percibía cierta cantidad de dinero anual a cambio de la obligación de mantener en buenas condiciones los grilletes, cepos y cadenas. Dicha cantidad era cargada como gastos de justicia.

En un principio el oficio de alcaide era otorgado por las mismas ciudades o por las justicias. Sin embargo, a partir de 1569, comenzaron a venderse las primeras alcaidías, como ocurrió en Ciudad Rodrigo, lo que ocasionaría numerosos incidentes. Ese mismo año, el Consejo de Hacienda escribió al corregidor mirobrigense con el fin de solicitarle informes sobre los problemas que se podían derivar de la venta de este oficio en dicha ciudad. Según indicó el propio corregidor, ese modo de cubrir la plaza era erróneo, pues los ministros de justicia perdían la potestad de expulsar al alcaide en el caso de que éste no cumpliese con sus obligaciones de forma diligente. Alegaba además que si la plaza era comprada por un miembro de uno de los dos bandos rivales de la ciudad, aprovecharía para dar gusto o disgusto a quien quisiere [1].

Al parecer estos abusos del alcaide mirobrigense no eran nada nuevo. Ya en 1501, a petición de Alonso de Paz y en nombre del concejo de la ciudad, se le había llamado la atención al corregidor para que se asegurase de que los alguaciles no se excedieran cobrando a los presos demasiados derechos de carcelaje [2].

La venta de oficios públicos originó en Castilla grandes beneficios para la Corona y un debate político, debido al tipo de intereses privados que impulsaban a los compradores y a los daños que estos pudieran causar. Había oficios que se ejercían con carácter vitalicio y otras plazas que se convirtieron en oficios perpetuos. El poseer un oficio perpetuo significaba un cambio radicar del régimen sobre el oficio por parte del titular, pues cuando se obtenía un oficio vitalicio, este no podía transmitirlo a sus herederos.

La venta de cargos perpetuos generó durante el siglo XVII numerosos pleitos como consecuencia del alto valor que tuvieron y de los numerosos privilegios y exenciones que se adquirían con ellos. Este fue el caso del oficio de alcaide de la cárcel de Ciudad Rodrigo, el cual perteneció a don Francisco Álvarez, casado con Beatriz de Torres, y el 24 de febrero de 1623 se lo vendió a Félix Nieto de Silva, señor de la aldea de Alba de Yeltes y alguacil mayor y regidor de la ciudad [3]

[1] AGS, Consejo y Juntas de Hacienda, leg. 97, fol. 39. [2] RGS, Leg. 150104.255 [3] AHNOB // YELTES, C. 7, D. 132-133.

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