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Las Bodas antiguas en la provincia de Salamanca

Las bodas en la provincia de Salamanca son eventos de gran importancias desde hace siglos, y su celebración ha estado marcada por una serie de tradiciones y costumbres que son un reflejo de la rica historia y cultura de toda la provincia. Cada detalle de la ceremonia, por pequeño que fuera, tenía un significado simbólico y cultural profundo. En este artículo, trataremos las fascinantes tradiciones de las bodas salmantinas antiguas.

En la Salamanca del siglo XIX, la pedida de mano era un ritual que no se tomaba a la ligera. Era el momento en el que el novio y su familia se presentaban en la casa de la novia para solicitar formalmente su mano en matrimonio. Todo el pueblo estaba pendiente de este acto que se llevaba a cabo entre tres y seis meses antes de la boda, dando tiempo suficiente para que los novios se prepararan para su nueva vida juntos y a la organización de la boda por parte de ambas familias.

La Alberca, traje típico de boda 1929
La pedida era un acontecimiento crucial en el que el novio, con el corazón acelerado y la emoción a flor de piel, exponía sus motivos para desposar a la joven, mientras presentaba a sus padres y otros familiares cercanos.

Los padres de la novia, por su parte, escuchaban atentamente, mientras evaluando la propuesta. Si todo era favorable se procedía a la tradicional “entrega de la cesta”, símbolo de la prosperidad y la buena suerte.

El novio entregaba a la novia y sus padres una cesta que contenía dulces, vino, pan, queso, así como otros objetos de valor simbólico, como un pañuelo, una joya o dinero. Esta tradición se consideraba una forma de demostrar la capacidad económica del novio para cuidar de su futura esposa. La familia de la novia recibía la cesta con alegría, sabiendo que su hija estaba en buenas manos.

En muestra de aceptación del compromiso matrimonial, la familia de la novia también podía corresponder con otro gesto simbólico, como entregar una torta de aceite al novio. Pero estos no eran los únicos intercambios de regalos. Ambas familias, se intercambiaban detalles que mostraban la buena disposición para la unión.

Era habitual que la familia del novio entregara un ramo de flores a la novia, mientras que la familia de la chica regalaba algún objeto de oro o plata para la casa. Todo esto sellaba el compromiso de la pareja, y mostraba que ambas familias estaban dispuestas a colaborar en la realización del matrimonio.


Tras estos preámbulos, se trataban los temas económicos y prácticos, relacionados con el futuro matrimonio, como la dote que la novia llevaría al matrimonio, la contribución de cada familia en los gastos de la boda y los acuerdos sobre la propiedad de los bienes. Todo estaba pensado para que la vida matrimonial de la pareja comenzara con el pie derecho.

 

Charros bailando

Tradicionalmente, la pedida de mano no solo era un acto romántico entre dos personas, sino que también representaba un acuerdo entre dos familias. Para formalizar dicho acuerdo, se redactaban unos documentos llamados hijuelas, en los cuales se detallaban los bienes que cada uno de los contrayentes aportaría al matrimonio. Estos documentos aseguraban un equilibrio financiero en el matrimonio y protegían los intereses de cada uno de los cónyuges en caso de fallecimiento o divorcio.

Las hijuelas incluían las prendas que componían el ajuar de los novios y, en algunas ocasiones, tierras, propiedades o bienes muebles que se ponían a disposición del matrimonio para que los administraran juntos. En otros casos, las hijuelas podían ser simplemente una suma de dinero que se entregaba al otro cónyuge como garantía del compromiso matrimonial. Era común que ambas partes firmaran esos documentos mutuamente, es decir, el hombre firmaba la hijuela de la mujer, y la mujer la del hombre.

Además, si el novio era de fuera del pueblo, se le exigía un tributo conocido como pijardo por llevarse a una moza del pueblo. El origen de esta práctica se remonta a la Edad Media, cuando los forasteros que se casaban en otros pueblos tenían que pagar un impuesto o tributo para obtener el permiso del señor feudal. Con el tiempo, este derecho evolucionó hacia una forma de tributo que se exigía a los novios que venían de fuera del pueblo y que variaba según las posibilidades de la familia del novio. Podía consistir en una cantidad de dinero, en bienes materiales o en servicios que el novio debía prestar a la comunidad. En algunos casos, el pijardo podría ser negociado entre la familia del novio y la del padre de la novia. Este tributo se entregaba generalmente al alcalde o al cura del pueblo y se repartía entre los habitantes. 

Boda en Ciudad Rodrigo, en el año 1900. Foto: Pazos

Después de la pedida, la familia de la novia solía ofrecer un almuerzo o cena para celebrar el compromiso. Esta reunión era una oportunidad para que ambas familias se conocieran y se unieran en un ambiente festivo y acogedor, creando así lazos de confianza y de afecto entre ellos.

En la provincia de Salamanca, las bodas eran más que una simple ceremonia, eran un evento social que implicaba una serie de rituales y tradiciones que se remontan a tiempos antiguos. Entre ellos destacaba el proceso de las amonestaciones, un trámite administrativo que se llevaba a cabo en la iglesia y que tenía como objetivo garantizar que no existían impedimentos legales para la unión.

Los nombres de los novios eran leídos en voz alta durante el servicio religioso durante tres domingos consecutivos previos a la boda , en una muestra de transparencia que pretendía evitar los matrimonios clandestinos y garantizar que el enlace se realizaba de acuerdo con las leyes de la Iglesia y del Estado.

Pero las tradiciones no terminaban ahí, previo a la boda, existían varias costumbres que marcaban el camino hacia el gran día, como la ceremonia de correr el choto enamorao, una práctica que consistía en una especie de encierro con un chivo, el cual era posteriormente sacrificado para ofrecerlo como plato en el banquete nupcial. Una muestra de la antigua conexión de la religión con el campo y las tradiciones rurales.

Charras en Aldeadávila de la Ribera. Años 40. Foto: José Ortiz Echagüe .

La entrega de las alianzas de compromiso se llevaba a cabo en un acto público, ante familiares y amigos cercanos, y se acompañaban con una misa en la que los novios recibían la bendición del sacerdote y se encomendaban a Dios para que los guiara en su unión.

Unos días antes de la boda, las mozas se encargaran de hacer la cama de los novios, dejando cada detalle perfectamente dispuesto para que, la que se suponía sería la primera noche juntos, fuera perfecta. Durante la semana previa al enlace, los mozos y las mozas recorrían las calles del pueblo con sus mejores galas, anunciando el próximo enlace con vítores y expresiones de júbilo. La noticia se extendía rápidamente por toda la población, y las mujeres de la familia y allegadas de los novios se apresuraban a preparar sus mejores platos para la celebración. Estas tradiciones tenían como objetivo involucrar a todo el pueblo en la celebración de la boda, haciéndola un evento especial y memorable para todos.

El día antes del enlace era crucial para todos. Los mozos del pueblo, desde bien temprano organizaban los preparativos del banquete en el lugar donde se llevaría a cabo la celebración, mesas, sillas, vajilla, etc. Mientras tanto, las mozas decoraban la iglesia con flores y velas, creando una atmósfera romántica y acogedora para la ceremonia.

Después, los mozos y las mozas se reunían para una merienda compartida en la que se contaban anécdotas y se brindaba por la felicidad de los novios. Al caer la noche, vestidos con sus trajes típicos, salían de ronda por las calles, cantando y bailando al son de canciones populares. Era una noche de emoción y alegría, en la que los mozos y mozas se unían para celebrar la inminente unión de sus amigos.

Charros del Llano

El día previo al matrimonio tampoco podía faltar el gadini, una cena o banquete que se celebraba la noche anterior al matrimonio en la casa de alguno de los padres de los novios. Allí se reunían los familiares más cercanos para crear un ambiente de intimidad y emoción ante la inminencia del gran día.

Una vez que se habían cumplido todos y cada uno de los requisitos que precedían a la ceremonia, los padrinos del novio y los amigos acudían a su casa para acompañarlo desde allí hasta la iglesia, en señal de apoyo y protección en ese momento tan importante de su vida. Los hombres, vestían con el característico traje charro, que se compone de calzón negro muy ceñido, polainas, chaquetilla negra y botones de monedas, camisa bordada con botonadura de filigrana charra en plata u oro y sombrero.

De la misma forma, las amigas de la novia acudían a buscarla a su casa, donde era habitual que vecinos y amigos aguardasen impacientes su salida hacia la iglesia en compañía del padrino. El traje de charra es sin duda el más rico y hermoso de toda España. Además, es la provincia donde el traje típico se presenta con más variados matices dependiendo de la zona. Está el traje central, que es el más común en toda la provincia, pero también existe el traje llano armuñés, el de la Ribera, el serrano, el de Candelario y el del Rebollar. Tal y como dice el refranero charro: a cada pueblacho, su estilacho.

En la Alberca, destaca el traje de vistas, o traje de boda, adornado con enormes collares de filigrana de plata y coral que llegan hasta las rodillas. De ellos penden numerosas medallas, cristos, amuletos, rosarios, encomiendas y relicarios.

Traje de Vistas de La Alberca


Una vez que el novio llegaba a la puerta de la iglesia, llamaba a la puerta para que el párroco, junto a su correspondiente monaguillo, saliera a recibirlo y juntos esperaban la llegada de la novia.

El sacerdote daba la bienvenida a los novios en la puerta de la iglesia, y era ahí donde se celebraba el ritual canónico del matrimonio e imposición de anillos. El cura, uniendo las manos de los novios, se giraba y los conducía hacia el altar, donde continuaba la ceremonia.

Después de la lectura del Evangelio, se realizaba la tradición del “besado” de la estola del sacerdote, en muestra de respeto y agradecimiento por su labor en el enlace matrimonial. A continuación, el novio entregaba 13 monedas a la novia en señal de su compromiso y fidelidad, como parte de la tradición de las arras.

Charras del Llano. Foto: José Ortiz Echagüe
Cintas que penden del moño en señal de soltería

Durante la ceremonia tenía lugar el rito de los velambres. La madrina de velaciones, les entregaba a los novios una vela encendida, que simbolizaba la luz que los guiaría en su matrimonio, la cual debían sostener en señal de unión. La culminación de este ritual llegaba con la colocación de un gran velo sobre los hombros del novio y la cabeza de la novia como símbolo de unión entre ambos. Este velo representaba el manto de la Virgen María, bajo cuya protección quedaba el futuro matrimonio. Durante el resto de la ceremonia, los novios permanecían cubiertos con los velambres hasta su salida de la iglesia.

Velambres, Boda típica en Candelario. Foto: Elena Gómez

Al abandonar la iglesia, los recién casados, acompañados por un séquito de amigos y familiares, caminaban hasta el lugar de la celebración nupcial, que, por lo  general, se llevaba a cabo en la casa del novio. Durante este trayecto, los amigos y vecinos iban manifestando deseos de abundancia y prosperidad para los novios, eran las llamadas frases de rúbrica. Una frase habitual que se le decía al novio en Salamanca era: salud pa gozarla.

Una vez en el lugar de la celebración, el padrino, generalmente el padre de la novia, y el novio saludaban a todos los invitados. En este punto, el novio realizaba un acto simbólico al quitarse el sombrero para comenzar el inicio del festejo. En ese momento, las mujeres se cambiaban la mantilla de ir a la iglesia por el serenero, el lazo y  la faltriquera.

El menú tradicional para una boda charra era un cocido humeante, que comenzaba con una sopa de pan y huevo condimentada con un toque de pimentón. Tras la sopa, seguían los garbanzos, cocidos a fuego lento y acompañados de una porción de carne de cerdo, chorizo, tocino y otras carnes. Y como broche final, lo más tradicional era servir un arroz con leche.

Charras de Peñaparda en traje de fiesta

Justo después del banquete se llevaba a cabo la ofrenda del “tálamo”, que consistía en hacer un ofrecimiento público de los objetos que cada invitado aportaba al matrimonio. Esta ofrenda tenía como objeto ayudar a los novios a establecer su hogar. Entre los objetos que se ofrecían en la ofrenda del tálamo se encontraban muebles, ropa de cama, utensilios de cocina y otros objetos necesarios para el nuevo hogar de la pareja. Dependiendo de las posibilidades económicas de cada invitado, también se podían incluir regalos de mayor valor, como joyas o dinero. Pero más allá del valor material de los objetos, lo que realmente importaba era el gesto de solidaridad y amor que representaba, una muestra de apoyo a la pareja en su camino hacia el comienzo matrimonial.

En el momento de darle a los novios los alfileres, o como se decía en Ciudad Rodrigo y su tierra, el ratón, se hacía mientras se bailaban los alfileres, o el baile de la manzana, llamado así porque en el baile se utilizaba dicha fruta pinchada en un tenedor, y en ella se pinchaban los billetes a espigar con alfileres mientras se bailaba churreando, es decir, cambiando de pareja de baile en el momento oportuno.

Pero en la cultura charra la boda no terminaba con la ofrenda del tálamo, había una serie de rituales que debían ser cumplidos antes de que la celebración pudiera ser considerada completa. Uno de ellos era el brindis de los novios con una copa de vino, seguido por el estallido de la copa contra el suelo. Este gesto, que simbolizaba la vulnerabilidad de la vida y la necesidad de cuidar la unión matrimonial, también se hacía como símbolo de la unión para siempre de las dos familias y como acto de buena suerte para la pareja.

Esta tradición se remonta a la época de los romanos, pues en la antigua Roma, los esposos bebían juntos de una copa de vino para sellar su unión matrimonial. Después, arrojaban la copa al suelo para que se rompiera, simbolizando que sus vidas estaban unidas para siempre. Esta costumbre se ha mantenido a lo largo de los siglos y aún se realiza en diferentes partes del mundo, especialmente en la cultura judía.

Ciudad Rodrigo, baile de Boda año 1900. Foto: Pazos

Después del brindis, se daba comienzo al baile. Los recién casados lo iniciaban con el  “baile de prendas”, que solía consistir en bailar una canción por cada una de las prendas del ajuar de los novios. Las prendas eran colocadas en el centro del salón de baile, y los novios debían bailar juntos alrededor de ellas hasta que la música se detenía. Entonces, debían parar y recoger una de las prendas del suelo con la boca, sin usar las manos. Una vez que ambos habían recogido una prenda, la música volvía a sonar y ellos bailaban de nuevo. Este juego era una prueba de coordinación y de trabajo en equipo de la pareja. Una vez que habían recogido todas las prendas del suelo, la fiesta podía continuar.

El baile se animaba con las canciones del folklore popular, y los invitados se entregaban a la alegría de la celebración. Era habitual que los mozos pidieran bailar con la novia y las mozas  con el novio, en un juego inocente y divertido que solía dar lugar a risas y bromas. Era costumbre que los invitados más generosos pagaran por cada baile que se hiciera con los novios, en lo que se conocía como “la ronda”. El dinero recaudado se destinaba para ayudar a cubrir los gastos de la boda, una forma de compartir la responsabilidad y la alegría de la celebración entre todos los presentes. La cantidad pagada por cada baile variaba según las posibilidades económicas de uno, pero lo que importaba era el espíritu de generosidad y camaradería que reinaba en la pista de baile.

Pero si hay un baile que destaca en las bodas salmantinas, es el baile de la Rosca. Los novios bailan alrededor de una mesa sobre la que se coloca un bollo de bodas o bollo maimón y una jarra de vino. Este baile propio de la tierra charra para festejar bodas y bautizos tiene un indudable origen religioso y se cree que incluso conserve reminiscencias de de antiguas danzas y ceremonias rituales, anteriores al cristianismo.

Baile de la Rosca en Zarza de Pomareda (Salamanca) foto: Fundación Joaquín Díaz.

Si no se contaba con un tamborilero, cualquier objeto era válido para crear música. Botellas, platos, ilaves, panderetas, cucharas, almireces o tapaderas de pucheros. Todo se convertía en instrumentos improvisados para animar las fiestas cuando el ambiente requería algo de movimiento.

Durante el transcurso del baile se servían bebidas, siendo muy típica la ponchela, una mezcla de vino rebajado con agua, al que se le añadía azúcar y limones, que daba un toque dulce y refrescante a la noche, ya que las bodas solían celebrarse en verano.

Lo habitual era que el festejo continuara durante todo el día y la noche, dando de cenar también a los invitados. La fiesta solía durar hasta altas horas de la madrugada, momento en el que los novios se despedían de los invitados y se retiraban juntos como esposos.

Cuando alguno de los cónyuges era viudo, o cuando uno de los dos era una persona mayor que se casaba con alguien considerablemente más joven, se llevaba a cabo la tradición de la Cencerrada, o la Zumbá. Esta práctica se llevaba a cabo como una forma de burla o chanza hacia la pareja, en particular hacia el viudo o el novio o novia mayor.

En estas bodas, los vecinos de la pareja, generalmente los mozos jóvenes, se reunían afuera de la casa de los recién casados y hacían ruido con cencerros, cornetas, cacerolas, campanas y otros objetos, mientras cantaban y bailaban en la calle. La cuestión era hacer el mayor ruido posible. De vez en cuando, se hacía un silencio que se rompía con algún grito o comentario jocoso sobre la edad o la situación de la pareja o con canciones compuestas especialmente para la ocasión. Algunos de los participantes imitaban a los cónyuges llegando incluso a imitar su voz mientras fingían conversaciones ridículas y resaltaban sus pecadillos. Esto solía extenderse por varias noches, en algunas ocasiones hasta nueve. 

El día siguiente, conocido como “Lunes de Boda”, era otro día de celebración. La familia se reunía de nuevo para recoger todo y ofrecer una comida especial a los novios llamada “calderillo”. Este plato consistía en un guiso de carne con patatas que se servía en cazuelas de barro.

Los mozos y mozas solían reunirse para seguir compartiendo risas y anécdotas en una merienda que prolongaba la fiesta.

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