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Mirobrigenses ilustres: el Padre Linares

 Corría el primer cuarto del siglo XVI cuando, en el convento de San Francisco de Ciudad Rodrigo, tomó los hábitos fray Antonio de Linares, a quien Cabañas se refiere como fray Pedro [1]. Este religioso ejerció como sacerdote predicador y maestro de novicios, oficio que ocupó en dicho convento durante más de cuarenta años.

El religioso, tal y como marcaba el blasón más significativo de la regla franciscana que profesaba, vivía en una absoluta pobreza. Sus únicas posesiones no eran más que su simple hábito de San Francisco, el cual portaba cilicios [2], las disciplinas [3], el breviario, un rosario y la regla franciscana. 

Cilicio medieval

A pesar de ser predicador, no poseía libro alguno en propiedad, usando tan solo los de la librería común del convento mirobrigense. Su cama consistía en una simple tabla o corcha provista de una pobre manta. No fue hasta la vejez y estando enfermo, cuando le añadió una piel de carnero y, en algunos momentos de gran necesidad, una almohada de faya, es decir, de piedra.

Dormía muy pocas horas y, a pesar de la incomodidad, nunca se quitaba el hábito al acostarse. En una ocasión, estando enfermo de isípula, el médico le intentó convencer para que se lo quitara, ya que le encendía aún más la piel y le podía provocar la muerte. A pesar de la gravedad, fray Antonio de Linares respondió: Así me hallará mejor la muerte, en el hábito de mi profesión [4]

Desde maitines hasta prima [5], permanecía en el coro dedicándose únicamente a la oración. De permanecer tantas horas arrodillado se le llegó a apostemar una rodilla, esto le obligó a orar de pie. Lo hacía echado hacía delante, arrimando la cabeza al respaldo de la silla, lo que, debido al fervor de su oración, provocó una mancha en la tabla.

El franciscano alcanzó tal fama de bondad y santidad en toda la ciudad que se le conocía comúnmente como el Santo Linares y se decía que su cabeza se encendía tanto durante el rezo que llegó a quemar las tablas.

Ruinas del convento de San Francisco
Se acostaba en su celda al comenzar la noche y, de forma rigurosa, nada más levantarse realizaba tanto las disciplinas que marcaba  su comunidad como las que él mismo se marcaba con sus novicios. Tras ellas, él añadía otras tres: una la ofrecía por quienes estaban en pecado mortal, otra por los bienhechores y la tercera por las ánimas del purgatorio. Una vez realizadas todas las disciplinas, se iba a decir misa. El tiempo restante, bien lo empleaba en la educación de sus novicios o para recogerse en su celda y dedicarse a la oración.

Tan solo pronunciaba las palabras necesarias, guardando silencio el resto del tiempo. Estuvo 18 años sin comer carne ni beber vino y guardaba grandes ayunos. Todos los viernes, sin excepción, los pasaba a base de pan y agua y se marcaba el cuerpo con mortificaciones en memoria de la Pasión de Jesucristo. 

En una ocasión en la que se encontraba enfermo, el médico le ordenó una purga, ya que para su supervivencia era necesario que tomase un alimento sustancial y comiera carne. Ante su insistente negativa, tanto el médico como el enfermero le advirtieron de la gran necesidad de hacerlo, a lo que él les contestó: Es viernes, día que mi redentor y Señor bebió hiel y vinagre y murió por mí, ¿debo de tener ánimo yo para comer carne?

Su mejoría fue vista como un milagro, pues parecía increíble que encontrándose en tal peligro de muerte y con tan poca ayuda pudiera restablecerse.

A pesar de que era más bien de estar recogido en su celda o asistiendo a sus novicios, a veces le enviaban a predicar en los lugares de la guardianía, ya que era famoso el fruto que sus predicaciones provocaban en las almas. 

En una ocasión, cuando se dirigía al coro, se topó con otro religioso, el cual le dijo que le traía una carta de obediencia del Providencial para que marchara a otro convento. El Santo Linares la recibió y, sin regresar siquiera a su celda, se despidió del padre guardián del convento y tras dirigirse a la iglesia para recibir la bendición del Santísimo Sacramento, se puso en camino. Por largo que este fuera, siempre lo recorría a pie, incluso después de cumplidos los 60 años.

Era muy extraño encontrarlo fuera de las paredes del convento, pues no salía sino era por gran necesidad espiritual o por cumplir con alguna obediencia. Sin embargo, era tan venerado y estimado entre los mirobrigenses que, en caso de toparse con él por las calles de la ciudad, todos acudían con inquieto alborozo, como si de algo extraño y admirable se tratase, para besarle el hábito.

Según algunos testigos, en una ocasión en la que el marqués de Cerralbo pasaba por la Puerta del Conde junto a otros caballeros, escuchó que el Santo Linares había salido del convento. Sin pensárselo dos veces, se subieron al coche de caballos para buscarlo y, cuando dieron con él, se lanzaron desde el coche para hincar sus rodillas en la tierra y besarle el hábito. El padre Linares, con su modestia acostumbrada, no achacaba tal devoción a su persona sino al sentimiento que provocaba la presencia del hábito de San Francisco.

Era gran devoto de la virgen y aseguraba que nada malo le podía ocurrir a quien era verdadero devoto de la madre de Dios. Entre sus devociones especiales, destacaban también Santa Águeda y Santa Inés, llegando incluso a afirmar que estas santas le habían hablado y consolado durante la oración. Aunque tan solo dio parte de la aparición a ciertos confidentes espirituales, a quienes aseguró que únicamente se lo hacía saber ya que así convenía para gloria de Dios, y jamás llegó a descubrir cuales fueron las palabras que le profirieron. Era también gran devoto de los cinco Mártires de Marruecos, a quienes les agradecía por favorecerle en la perfecta observancia de la regla franciscana. 

El Santo Linares era especialmente cuidadoso en cumplir con las oraciones y sufragios por los difuntos. Por ser tan fiel y solícito agente para las ánimas del purgatorio, era sabido que estas le hablaban y le hacían partícipe de su estado. Algunos de los novicios le habían escuchado en diversas ocasiones hablar con ellas durante sus rezos, Hacía preguntas y respuestas como si hablara con las ánimas acerca de sus personas y de las culpas por las que padecían, repitiendo: Bien te decía yo, bien te aconsejaba.

En una ocasión, mientras oraba vio aparecer en el centro del coro unas brasas muy encendidas de las que salía una voz que decía: Padre Linares, yo soy fulano que estoy padeciendo en el Prugatorio por mis negligencias, hágame decir luego seis misas, que es el socorro que he menester para salir de las penas.

Nada más escuchar esta petición, el Santo Linares fue a toda prisa para dar cuenta de lo sucedido al guardián del convento, quien le ordenó decir las misas llegando al Alba. De regreso al coro para informar al ánima, según las crónicas, esta le respondió: ¿Cómo quiere que aguarde tanto tiempo? ¿No sabe que ese corto espacio son siglos para quien pena en el Purgatorio?

El fraile volvió ante el guardián, quien, teniendo en consideración la importancia del caso, ordenó decir las seis misas en ese mismo momento. Una vez dichas las misas apareció de nuevo el ánima. Esta vez resplandeciente y gozosa dio las gracias a su bienhechor. 

El padre Linaeres poseyó también el don de la profecía. El padre fray Antonio de Tapia, quien ejercía como guardían del convento de Ciudad Rodrigo en el tiempo en que falleció el padre Linares, en un sermón que hizo a la comunidad ponderando y exhortando a la imitación de las viscitudes del Santo Linares, entre otras cosas, dijo que le constaba su espíritu de profecía. Lo mismo afirmó sor Francisca Osorio, abadesa del convento de Santa Clara y religiosa de buen espíritu, aunque ninguno de los dos, desveló cuales eran las profecías que ambos conocían. 

En el memorial que dejaron escrito las primeras fundadoras del convento de las Descalzas de Ciudad Rodrigo, se lee que personas fidedignas y de buena vida, afirmaron como el Santo Linares profetizó la fundación del convento al menos 28 años antes de que ocurriera. Fray Antonio de Linares había visto como discurrían demonios dando aullidos por la zona de la muralla en la que posteriormente se ubicó el convento, ya que Dios les había anunciado que desde aquel lugar se les haría la guerra. 

Tras dicha visión, el padre Linares advirtió al canónigo Isidro de Robles, quien vivía como propietario en las casas que allí se ubicaban en ese momento: Señor canónigo, estime mucho la casa en que vive, que ha de ser un gran santuario en que Dios se sirva, y alábele por ello mucho. 

Otra de las personas que testificó sobre su don de profecía fue el padre fray Juan Cuello de Oro, definidor del convento de San Francisco. Bajo juramento aseguró que, despidiéndose de él junto a otro compañero, el padre Linares les dijo: Andad benditos de Dios, que a mí no me veréis más en esta vida mortal.

Y así sucedió, ya que en menos de un año, falleció. Lo hizo en el convento de Ciudad Rodrigo, el día 16 de enero de 1755, día de los Mártires de Marruecos, tal y como había predicho años antes en varias ocasiones según aseguraron personas fidedignas.

Comenzado ese mismo mes de enero, había enfermado con un fuerte dolor de costado y, llegado el día 26, fue puntual en cumplir todas sus obligaciones y rezó el Oficio Divino y el de la madre de Dios. Una vez se hubo confesado, consciente el enfermo de que se trataba del llamamiento de Dios, comulgó rodeado de muchos afectos y lágrimas. Al verle tan enfermo, los demás religiosos le aconsejaron que pidiera la extremaunción, a lo que él respondió que aún no era el momento, que ya avisaría cuando llegara. 

Así lo hizo dos horas más tarde, lo que hizo sospechar que no solo conocía el día, sino que había llegado a saber hasta la hora de su muerte.

 Tras su muerte, no solo los religiosos sino toda la ciudad sintió enormemente su pérdida. A su entierro concurrió tanto el pueblo como los eclesiásticos, ya que incluso los mirobrigenses más peligrosos le eran muy devotos.

Su entierro fue sufragado por el deán don Bernardino del Águila, quien además le hizo unas honras muy solemnes. Tanto el deán como los mirobrigenses más devotos, mandaron sacar todos sus huesos e incluso cernir la tierra donde señalaron su sepultura, quedándose algunos pedacitos de su hábito, los cuales guardaron con gran devoción. 

Fue sepultado en el paso que salía de la sacristía hacia la iglesia del convento, ya dentro de esta, tal y como él mismo había pedido. Deseaba ser pisado lo más frecuentemente para que así, cada vez que le recordasen, le encomendasen a Dios.

Debido a la gran fama de santidad que tenía entre todo el vecindario, tras su fallecimiento se redactó un expediente, avalado por el obispo fray Agustín Antolínez, quien más tarde fuera arzobispo de Santiago de Compostela. En dicho expediente también figuraban, entre otros, don Antonio del Águila, gran protector del convento mirobrigense y el maestro Palacios, fundador del colegio de San Miguel de los padres Agustinos de Ciudad Rodrigo. 

Para satisfacer la necesidad de los fieles, quienes seis años después de su muerte aún suspiraban por el Santo Linares y deseaban tener a mano alguna reliquia suya, se abrió su sepultura y se sacó su cabeza. Estaban convencidos de que tendrían mayor poder para que Dios les socorriera en sus necesidades.

En una ocasión en la que el maestro Palacios se encontraba enfermo de gravedad, pidió que le llevaran la cabeza del Santo Linares.

Le fue entregada en la caja en la que se guardaba con mucha decencia y con ella se consoló y alentó mucho, diciendo a quienes la portaban: ¡Hay padres que no saben la santidad de este hombre como yo la sabía! [6]

La mejoría del maestro Palacios se achacó a la intersección de la cabeza del Santo Linares. Era tal la fe que los mirobrigenses tenían en las viscitudes del fallecido fraile que muchos, al caer enfermos, acudían a tocar la mancha que aún permanecía en el respaldo de la silla en la que apoyaba la cabeza durante sus oraciones. Estaban convencidos de que de esa forma conseguían la curación de sus enfermedades y achaques.

Don Agustín Antolínez, siendo ya arzobispo de Santiago de Compostela, debido a sus propias experiencias y a los numerosos informes que recibió durante su etapa de obispo de Ciudad Rodrigo, ordenó colocar unas letras grabadas en una losa ubicada en lo alto de sus huesos, en la parte del Evangelio de la capilla Mayor: Aquí yace el venerable Padre Fr. Antonio de Linares. 

Más abajo, en una tabla se puso una inscripción que quiere decir en romance: Consagrado a la Bienaventurada Virgen. Los huesos ilustres del P. Fr. Antonio de Linares verdaderamente Maestro de novicios de este sacro Convento en honor, y respeto de su humildad suma, caridad, obediencia, pobreza, espíritu de profecía, y obras de otras virtudes, y milagros fueron aquí colocados por el Ilustrísimo y Reverendísimo señor D. Fr. Agustín Antolínez, obispo de Ciudad Rodrigo,y arzobispo de Santiago el año de 1624 [7].


[1] HERNÁNDEZ VEGAS, Mateo: Ciudad Rodrigo, la catedral y la ciudad. 1935, Tomo II, pág. 159. [2] Nota del A: El cilicio era una vestidura o túnica hecha con una tela áspera o pelo de animal. Se usaba para provocar dolor e incomodidad de forma deliberada a quien lo vestía. Su uso estuvo extendido entre diversas comunidades cristianas durante siglos como medio de mortificación corporal, buscando combatir las tentaciones y, sobre todo, como medio de identificación con Jesucristo en los padecimientos que sufrió en la Pasión. En la actualidad, tan solo cartujos y carmelitas prescriben su uso, y en lugar de la túnica o faja, usan también una cadena metálica dotada con puntas que se ata firmemente alrededor del muslo o axila. A pesar de que las heridas que provoca no dan lugar al sangrado, deja marcas visibles. El Opus Dei también recomienda su uso durante dos horas diarias, a excepción de domingos y festivos, a sus numerarios. [3] Nota del A: La disciplina era un instrumento, fabricado normalmente de cáñamo, que poseía varios ramales con extremos más gruesos y era usado para azotar.  [4] GARCÍA SÁNCHEZ, Justo: Miguel de Palacio Salazar, Fundador en 1585 del Colegio de San Miguel de los Padres Agustinos de Ciudad Rodrigo, 1998. [5] Nota del A: División de las horas canónicas usada en la mayoría de religiones cristianas de Europa que seguía el ritmo de los rezos de los monasterios. Cada una de las horas indica una parte del Oficio Divino. Mientras maitines es antes del amanecer, prima, es la primera hora después del amanecer, es decir, sobre las seis de la mañana. [6] Vid. Colección de Crónicas Franciscanas, Vol. 19. Reprod. fases, de la ed. de 1671: Crónica de la Provincia Franciscana de San Miguel, edit. Cisneros, Madrid 1989. Parte primera. Libro II. Cap. IX, págs. 123-128. [7] Ibidem, pág. 128. (Escrito por José de Santa Cruz).


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